En la noche del sábado 19 de abril, la Catedral Basílica y Santuario de Nuestra Señora del Valle fue el escenario de una de las celebraciones más significativas del calendario litúrgico cristiano: la Solemne Vigilia Pascual. La comunidad catamarqueña, en comunión con la Iglesia en todo el mundo, participó con entusiasmo en esta liturgia que marca el paso de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida.
La celebración fue presidida por el obispo diocesano, Mons. Luis Urbanč, y concelebrada por los presbíteros Juan Ramón Cabrera y Ramón Carabajal, rector y capellán de la Catedral, respectivamente. El rito comenzó en el atrio del templo con la bendición del fuego nuevo, a partir del cual se encendió el Cirio Pascual, símbolo de Cristo Resucitado, Luz del mundo. La procesión avanzó hacia el interior del templo, aún en penumbras, donde los fieles encendieron sus velas como signo de fe compartida.
Luego del canto del Pregón Pascual, se desarrolló la Liturgia de la Palabra, compuesta por lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento. En el momento del Gloria, el templo se llenó de luz y resonaron campanillas, marcando la alegría por la Resurrección. El Coro de la Catedral acompañó cada momento con emotivos cantos litúrgicos.
En su homilía, Mons. Urbanč destacó el corazón del mensaje pascual: “¡No está aquí, ha resucitado!”. Reflexionó sobre el sentido profundo de la Resurrección, afirmando que la muerte no tiene la última palabra y que el ser humano fue creado por Dios para vivir eternamente. Subrayó además que el amor de Dios, manifestado en el sacrificio de su Hijo, es más fuerte que cualquier mal.
“El Cirio Pascual nos recuerda que Cristo es la Luz que disipa las tinieblas del pecado y la desesperanza humana”, expresó. También alentó a los presentes a vivir una vida nueva, fortalecida por la fe y la esperanza, pilares del camino cristiano. Recordó que este 2025 es el Año Jubilar bajo el lema “Peregrinos de la esperanza”, y que la Pascua nos impulsa a seguir amando como Cristo nos amó.
La liturgia continuó con la bendición del agua y la renovación de las promesas bautismales. En la Liturgia Eucarística, se consagraron el pan y el vino, que se ofrecieron como alimento de vida eterna.
La Misa culminó con un canto de alabanza a María, Madre del Resucitado, y con la bendición final impartida por el Obispo, dejando en los fieles un mensaje claro: Cristo ha vencido a la muerte y con Él renace nuestra esperanza.
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