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El dueño del pueblo

Hace apenas unos días, este medio y en esta misma sección de opinión publicaba una columna titulada “Los patrones de estancia”, analizando la actitud de varios intendentes de municipios de la provincia, que ejercen su función con autoritarismo y prepotencia, como si fueran los dueños del pueblo. Entre estos, se destacaban a jefes comunales con un repudiable historial de atropellos y reiterados avasallamiento de las instituciones como Elpidio Guaraz, de Bañado de Ovanta. No pasó ni una semana de esa publicación, que el intendente (vitalicio) volvió a ser noticia por sus ya conocidos atropellos.

Guaraz dice que es “el dueño del pueblo”. Y no solo lo detenta, sino que además lo ostenta. Ejerce el poder como un monarca, llevándose por delante todo lo que se opone a sus apetencias. Pero no solo lo hace, como una forma de gobierno, sino que ni siquiera lo disimula. No es solapado, ni se anda con vueltas aunque sea para guardar las apariencias. Simplemente hace lo que quiere, como si el municipio fuera su feudo.

Su última trapisonda fue el fin de semana, cuando maltrató e insultó a un efectivo de la Policía de la Provincia que cumplía su trabajo de controlar el ingreso de personas a Catamarca en el puesto sobre la ruta nacional Nº64, en el límite con Santiago del Estero. Según la denuncia del policía, el intendente pretendía que se incumplan los protocolos de registrar y hacer firmar declaraciones juradas a los ingresantes, y se deje pasar a todos los que se dirigieran a un evento de turf, la nueva afición fetiche de Guaráz.

Más allá de lo vulgar e indecoroso de los insultos (que desnudan su pobreza cultural y moral), lo grave es el intento de Guaraz de interferir y coaccionar al personal de seguridad, que no está bajo su mando y que cumple funciones de importancia crítica en el control de la pandemia. Su impertinencia y ordinariez es lamentable. Su prepotencia institucional es extremadamente peligrosa.

En el fango de las picardías y bajezas políticas, Guaraz es festejado como un personaje pintoresco. Sus chabacanería y atropellos son para muchos las mañas de un caudillo que gestiona con el manual del lejano oeste. Pero el historial de excesos y atropellos, en todos los niveles en los que él actúa como intendente, no tiene nada de gracioso y sí mucho de nocivo para las instituciones y la sociedad.

El prontuario del intendente es tan extenso como su permanencia en el poder: destituir ediles, crear un Consejo Deliberante paralelo, cobrar peajes ilegales en ruta nacionales, bloquear el ingreso y egreso de máquinas agrícolas, causas penales por “intimidación pública”, insultos a funcionarios, insultos a periodistas, desafíos al orden jurídico. 

La situación Guaraz y Bañado de Ovanta presenta un dilema complejo. Una encrucijada entre la legalidad que le otorga la democracia y la ilegitimidad que se gana con su prepotencia. Cabe en estos casos preguntarse cuál es el límite de inconductas y malos desempeños a partir del cual un intendente electo pierde su investidura de representante del pueblo.

Hay mecanismos legales institucionales para encauzar y corregir este tipo de situaciones. Tanto el Poder Ejecutivo como el Legislativo tienen herramientas a su disposición para defender y resguardar la institucionalidad de los municipios. Pero, quizás por la conveniencia política o por la tibieza, los antecedentes de este tipo de intervenciones son muy pocos. No hubo consenso político para intervenir un municipio gobernado por un intendente condenado por abuso sexual, es poco probable que se avance contra un intendente que insulta a los policías.

Que Guaraz se destaque con su vergonzante sarta de atropellos no significa que sea el único. La calidad institucional es decadente en muchas comunas, con episodios bochornos. Y la falta de controles le hacen el caldo gordo. Mientras eso no cambia, los intendentes cuyo degradados escrúpulos se lo permitan, se erigirán en “dueños de pueblo”.

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