Como en el mito de la Caja de Pandora, cuya apertura liberó todos los males del mundo, la expropiación de YPF en 2012 sigue generando consecuencias complejas para la Argentina. La más reciente es la orden de la jueza neoyorquina Loretta Preska, que exige al Estado argentino depositar como garantía el 51% de las acciones de la petrolera en un banco de Nueva York, en el marco del juicio que Burford Capital —un fondo especializado en litigios— ganó por USD 16.000 millones.

Ese fallo, junto con nuevas demandas de fondos que reclaman el cobro de bonos soberanos impagos, reavivó un debate clave: ¿era imprescindible aquella expropiación para el desarrollo de Vaca Muerta?
La decisión fue impulsada por el entonces viceministro de Economía, Axel Kicillof, aprobada por el Congreso con amplia mayoría y ejecutada por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Sin embargo, desde un primer momento el Instituto Argentino de Energía General Mosconi alertó que se trataba de una medida sin sustento técnico, propia de una confiscación y que derivaría en alta litigiosidad.
Hoy, a más de 13 años, el ex presidente de YPF Pablo González sostiene que sin aquella medida no se hubiera logrado el actual desarrollo de Vaca Muerta, la formación no convencional que ya representa más de la mitad del petróleo y gas producidos en el país y se proyecta como motor exportador hacia 2030. González advirtió también que cualquier intento de tomar control sobre las acciones de YPF debe pasar por las provincias productoras, titulares originarias de los recursos naturales.
Pero la afirmación de que sin expropiación no habría desarrollo divide aguas. Un abogado especialista en energía, que pidió reserva de identidad, cuestionó: “Es una afirmación contrafáctica e insostenible. El carácter estatal de YPF no explica el desarrollo, que se dio por inversión, tecnología y disponibilidad de capital. Lo que hizo viable Loma Campana fue el acuerdo con Chevron. Cualquier accionista con recursos podría haber hecho lo mismo”.
Ese convenio con Chevron, firmado en 2013, fue la clave que permitió avanzar con la explotación masiva. Aun así, otros especialistas que participaron en aquella negociación conceden que la salida de Repsol —con quien el Estado acordó un resarcimiento de USD 5.000 millones en 2014— facilitó la asociación con multinacionales como Chevron, Petronas o Dow.
En contraposición, el desarrollo de shale en Estados Unidos —el único comparable en el mundo— ocurrió exclusivamente con empresas privadas. “No encontrará ni una pública”, señaló con énfasis un jurista del sector.
La historia de YPF incluye pasos previos también polémicos, como la “argentinización” de 2008, cuando el Grupo Petersen compró el 25% de la empresa con un esquema de dividendos que sirvió tanto para repagar el crédito como para que Repsol girara ganancias al exterior. Esa maniobra le permitió al CEO de Repsol, Antonio Brufau, ser premiado como el mejor empresario de España.
Para muchos expertos, el cepo cambiario y los precios controlados del kirchnerismo desincentivaban la producción petrolera. “Nadie quería invertir en Argentina. Solo después del acuerdo con Chevron y del pago a Repsol cambió el escenario”, recordó el petrofísico Juan Carlos Glorioso.
Fue recién a partir de 2013, bajo la conducción de Miguel Galuccio —ex Schlumberger—, cuando YPF empezó a implementar en Vaca Muerta perforaciones horizontales y fractura hidráulica en escala, apalancadas por deuda externa. Si bien el modelo permitió un salto productivo, también disparó el endeudamiento de la compañía.
Hoy, con Vaca Muerta consolidada como la segunda reserva mundial de gas no convencional y la cuarta de petróleo no convencional, el debate persiste: ¿fue la expropiación el puntapié necesario o solo una jugada política costosa?
Mientras se apela la sentencia de Preska, la política energética argentina vuelve a estar bajo la lupa, atrapada entre decisiones del pasado, desafíos judiciales del presente y el potencial estratégico del subsuelo patagónico.