Silvio Espíndola comenzó a desmoronarse ante el fiscal Federico Medone el martes por la tarde, cuando lo hizo comparecer en la UFI de Homicidios de La Matanza, después de que pidió que lo detengan por ser el presunto femicida de su mujer.
La autopsia al cadáver de la enfermera Elizabeth Di Legge, que trabajaba en el hospital Churruca tal como su Espíndola, había indicado una depresión respiratoria como la causa de muerte. No había golpes visibles, ningún traumatismo notable. Junto al cuerpo se encontraron ampollas de propofol y fentanilo, poderosos anestésicos.
No eran algo nuevo. Viejos detectives policiales acotaban que ambas sustancias son usadas por personal de salud para quitarse la vida: el propofol y el fentanilo también habían sido parte del menú del anestesista Gerardo Billiris, condenado a 14 años por tentativa de homicidio. También había una jeringa con una sonda en la escena. La historia podía tener dos posibilidades: Di Legge se había inyectado hasta morir, o alguien lo hizo por ella, una forma de matar perversa, de un goce inmundo.
Ante el fiscal, Espíndola intentó deslizar que su esposa consumía drogas inyectables, para luego rápidamente desdecirse. La sonda, la jeringa y las ampollas fueron peritadas por Policía Científica. No tenían huellas. Quien las manipuló, cree Medone, empleó guantes. No solo eso: había un segundo agujero en la mentira que el marido intentó instalar. Pero los brazos de Elizabeth no tenían marcas de larga data que indicaran un uso de jeringas sostenido en el tiempo. Tampoco las había en otras partes de su cuerpo.
Ante el fiscal, los huecos del marido siguieron, uno tras otro.
Espíndola se había puesto frente a las cámaras en su propia casa para pedir por su aparición con el cadáver de su mujer en el galpón, una pieza sin ventanas, apenas con un ventilete. Su relato ante el fiscal demostraba una precisión en detalles muy curiosa: recordaba frases de sus tres hijos, viajes en tren de los últimos días donde podía precisar en qué lado del vagón se sentaba. Sin embargo, no revisó en su galpón si su mujer estaba allí. Su casa en González Catán tampoco es muy grande, por otra parte. “Literalmente una caja de zapatos”, define un detective. ¿Cómo es que no buscó allí?
El hombre negó ser el autor del femicidio, también negó la violencia de género que su propia mujer había denunciado y que constaba en registros judiciales. Apenas llegó a decir que Di Legge “lo sacaba de quicio”. Los horarios tampoco lo favorecen. La data de muerte establecida en la autopsia coincide con su ausencia sin aviso del Churruca, según consta en un informe enviado por el hospital.
Elizabeth, por otra parte, no había dejado una nota suicida. Pero sí había dejado una nota. Estaba dirigida a su hijo. En el mensaje, le pidió que haga la tarea.
Luego está la anestesia que se usó para matarla. La Justicia cree que Espíndola, si es que es culpable, solo podría haberlas conseguido en un lugar: el hospital donde él y su mujer trabajaban.
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