El gobernador Raul Jali y sus funcionarios, muchos de los cuales además son candidatos, están desde hace más de una semana embarcados en un intenso schedule de inauguraciones y anuncios de obras. Apretando la agenda y recorriendo la provincia con prisa, para acomodar esas acciones de gobierno lo más cerca posible de las elecciones. La estrategia es que, al momento del sufragio, el elector tenga el recuerdo fresco en su memoria y los vote.
Justamente, para evitar que esa gestión le otorgue al oficialismo una ventaja electoral sobre el resto de las fuerzas políticas, el cronograma marca un periodo previo en el que se prohíben “los actos públicos susceptibles de promover la captación del sufragio”. En el actual proceso, esa veda comienza el próximo miércoles 20. Por lo que, corto el tiempo remanente, la agenda se vuelve febril.
Si bien esta es la parte más visible o evidente, la estrategia de la utilización de la obra y gestión pública con objetivos electorales es mucho más extensa en el tiempo y mucho más profunda en lo estructural. Y se replica en todos los niveles de gobierno, empezando en la administración central, pasando por los gobiernos provinciales y terminando en las comunas. Al punto tal de que genera tendencias cíclicas en la macroeconomía nacional.
Según economistas y estudiosos de la materia, la ya arraigada práctica de usar las obras y la inversión pública como herramienta de campaña queda registrado en la evolución histórica de la economía nacional durante las últimas décadas. Sin ser una maniobra exclusiva de ninguna fuerza política, hace décadas que en los años electorales el PBI y el gasto público crecen, avivados por las necesidades proselitistas de los oficialismo.
Esto no significa necesariamente que todas las obras, acciones de gobierno o desembolsos económicos durante esos años sean innecesarios. Las viviendas, las ambulancias, la aparatología sanitaria, las herramientas e insumos agropecuarios, rutas, escuelas, más viviendas y tantas otras obras e inversiones concretadas durante estas semanas muy probablemente cubren una real necesidad.
Pero claramente, este estilo de planificación no se fija tanto en las necesidades de la gente como en los tiempos de la política electoral. Tampoco propone objetivos más allá de ese corto plazo abarcado en lo preelectoral y la campaña. Más bien, sigue el pulso cíclico de las citas electorales año de por medio.
La propia vicepresidenta Cristina Fernández, señaló implícitamente este dato cuando, en una audiencia ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 8 en la causa en la que se le investiga por la firma del Memorándum con Irán, aseguró que había que terminar “con el mito este de que hace 10 años que nadie crece”, señalando que en 2013 y 2015 el PBI de Argentina había crecido. Respaldando la hipótesis de que el país crece en años electorales, de la mano del gasto público.
“Los datos oficiales muestran que, cómo señaló Fernández de Kirchner, la economía (…) en 2013 registró un crecimiento del 2,4% y en 2015, del 2,7%.Es decir que el PBI argentino creció en los años impares y cayó en los pares”, analiza el diario Chequeado.com, generando otro respaldo a la teoría. Años impares, años electorales, de “crecimiento” forzado por el gasto público.
El “push electoral” del Gobierno, como lo llama el diario El Economista, a través de un mayor gasto público, impulsó este año un crecimiento del 1,2% del PIB. “El Gobierno prepara un escenario de mayor gasto para incentivar un mayor nivel de actividad y darle aire a los castigados bolsillos”, relataba el artículo, basado en un informe de la consultora Equilibra. Pero a qué costo.
En primer lugar, a costa del incremento del gasto público y el crecimiento del déficit fiscal primario. “Desde julio se viene ampliando el déficit y la asistencia monetaria del BCRA en una clara decisión política de inyectar más pesos al consumo y llegar en relativas mejores condiciones a la elección de noviembre”.
En segundo lugar, causando una distorsión de los medidores macroeconómicos, que aparentan crecimiento en indicadores como el PBI, pero financiados con recursos públicos que, para peor, provienen de una política de emisión monetaria furiosa. Algo similar a lo que ocurre con los indicadores de pobreza o desocupación que disminuyen a fuerza de asistencia social, planes y programas que desangran las arcas públicas.
En un país en el que las provincias son económicamente dependientes de los fondos nacionales, un altísimo porcentaje de los recursos que los gobernadores invierten salen de la misma billetera. Y, últimamente, de la misma máquina de imprimir billetes. Que en periodos proselitistas, cuando las necesidades partidarias ponen a la política económica en modo electoral, trabaja sin parar.