Mario “Perro” Cisnero, el sargento Cabral de nuestro tiempo

Cisnero, héroe Catamarqueño

Aunque su cruz en Darwin llevase el genérico “Soldado argentino solo conocido por Dios”, la leyenda de Mario Antonio Cisnero, el Perro, era bien conocida en el ámbito de las Fuerzas Armadas y de los seguidores de la gesta de Malvinas.

Cisnero encarnaba la quintaesencia del suboficial: riguroso, incansable, autoexigente y solidario. No en vano llevan su nombre la 1.° sección de la Compañía de Tropas Especiales de la República de Panamá; la Compañía de Comandos “Chorrillos”, en la República de Perú, país en donde fue declarado “Héroe Nacional”; el Hall Histórico de la Compañía de Comandos 601 en Campo de Mayo; el aula de instrucción en el Destacamento de Inteligencia 143 en Neuquén; el aula de instrucción de Cuadros en el Destacamento de Inteligencia 162 de La Pampa; y el Casino de Suboficiales de La Pampa, entre otros.

¿Quién fue este hombre al que muchos comparan con el mítico sargento Juan Bautista Cabral, aquel zambo héroe de la batalla de San Lorenzo?

 Ambos entregaron su vida para defender la soberanía e independencia del territorio argentino, ambos inspiran al soldado profesional argentino.

“Para nosotros era Marito”, dice Gladys, hija de Luis Cisneros y Elisa Salgado, hermana de Mario. Y es difícil reconocer en sus palabras y en su tono al legendario “Perro” quien con esfuerzo y pasión construyó a lo largo de su vida profesional, en muy pocos años, una personalidad que pudo plasmar al ser puesto a prueba durante la Guerra del Atlántico Sur.
Comando, paracaidista, buzo y experto en explosivos, no necesita presentación entre sus pares, quienes por la perseverancia y la lealtad a sus principios lo apodaron “el Perro” y para quienes se transformó en emblema de valentía, heroísmo y generosidad.

Sin embargo, antes de convertirse en ese “soldado”, como le gustaba definirse, Mario tuvo una vida en Catamarca, provincia donde nació el 11 de mayo de 1956. Un error del Registro Civil lo signó para siempre con el apellido Cisnero, en singular. Octavo de diez hijos, es recordado por su familia como un chico alegre, extrovertido y solidario, que demostró un carácter fuerte desde pequeño. Tanto, que cuando a los 15 años, decidió dejar el secundario para seguir sus estudios en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral, su madre acompañó la decisión porque sabía de la firmeza de sus convicciones. Hijo de un albañil fue el primer militar de la familia.

Después de ingresar a la Escuela, debió trasladarse a Buenos Aires donde quedó bajo la tutela de su hermano Héctor, seis años mayor. “¿Qué puedo decir de él? Que era un ejemplo en todos los sentidos. Yo fui su tutor, así que oficié también un poco como padre porque para mí era un chico. Si tuviera que destacar algún rasgo en particular, diría que se caracterizaba por su profundo sentimiento católico, por su honradez y por hacer de la amistad un verdadero culto”.

Pese al profundo amor que sentía por su verde Catamarca natal, la vida profesional lo llevó a estar casi siempre lejos. Sin embargo, no perdía oportunidad de visitar a su familia “cada vez que las obligaciones se lo permitían”, cuenta su hermana Gladys. Y era infaltable en las fiestas de fin de año que se celebraban con mucha alegría en la casa.  Gladys lo describe como un joven sumamente cuidadoso de su cuerpo, de su presencia, muy puntilloso, perfeccionista y autoexigente. Aunque no vivía con su familia, de alguna manera establecía pautas; “por ejemplo le gustaba que mi mamá –por quien sentía una marcada preferencia- siempre estuviera con el cabello impecable y maquillada. Una vez llegó, la vio con canas y le dijo: “Mamá, ¿por qué tiene el pelo así? Y ella de inmediato se fue a arreglar”.

Entre las cosas que más recuerdan sus hermanos, están su alegría, su amor por el fútbol, el gusto por el baile y su gran solidaridad. Gladys relata que cuando volvía al barrio, le gustaba visitar a todos los vecinos, en especial a las señoras mayores con quienes se sentaba a tomar mate, y jugar con los chicos del barrio, a quienes no les permitía pelear porque quería inculcarles el sentido de la “buena competencia”.

Cuando estalló la Guerra de Malvinas, el sargento Mario Cisnero lo primero que hizo fue donar el 50 % de su sueldo al Fondo Patriótico y presentarse reiteradamente como voluntario. Finalmente fue convocado el día 22 de marzo y el 23 viajó a Buenos Aires desde La Pampa, donde estaba destinado. Ya en la casa de su hermano Héctor, tuvieron tiempo de charlar largamente, hasta que avanzada la noche le dijo: “Mirá, sos el único que va a saber que voy a Malvinas. Te pido que guardes el secreto porque no quiero intranquilizar al resto de la familia”. Héctor prometió cumplir con su palabra, pero no pudo dejar de preocuparse por los diversos encargos que le dejó, como diciéndole algo que reiteraría al día siguiente: “Si las cosas no sale como esperamos, yo no vuelvo”.

Al día siguiente, se levantaron a las cuatro de la mañana y poco después partieron en el auto de Héctor hacia la Escuela de Infantería en Campo de Mayo. “Era una mañana gris, lluviosa”, evoca Héctor. “A veces conversábamos y otras guardábamos silencio. Por momentos, yo fantaseaba con estrellarme contra alguna columna, pero no podía dejar de tener en cuenta su profunda convicción. “Bueno, hermano –le dijo Mario al llegar-, los soldados juramos defender la bandera y, de ser necesario, entregar a vida por ella. El Estado invirtió mucho dinero para que yo me capacitara y este es el momento de retribuirle. O ganamos esta batalla o me quedaré por siempre en ese pedazo de tierra que nos corresponde”.
Y Héctor recuerda cómo lo miraba en la oscuridad de la noche, con un nudo en la garganta porque sabía de sus convicciones y sus principios, el largo abrazo que se dieron, la alegría que percibía en su cara. “Me habló con una firmeza tal que yo no supe qué contestarle. Tenía una respuesta contundente para cada cosa que le decía: “No hay que temerle a la muerte sino a la mala vida”, por ejemplo. Y me dejaba descolocado.

La última imagen que conserva su hermano mayor es la de la puerta de ingreso de la Escuela de Infantería, cuando Mario se dio vuelta –mientras él permanecía atónito, inmóvil– y le hizo un gesto para arriba con el pulgar, como diciendo que estaba todo bien.

El 26 de mayo viajó desde Campo de Mayo a Comodoro Rivadavia y de allí a las islas donde murió heroicamente el 10 de junio. Esa fecha fue después designada como Día de la Recuperación de los Derechos Soberanos de Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur.

Su familia, sin haber sabido jamás de su participación en la guerra, se enteró de su muerte a través de un chasqui enviado a la casa paterna el día 13 de junio, mientras
Héctor, cargado con el peso de ser el único que sabía la verdad, no encontraba las fuerza ni el modo de avisarles. El 14, poco después de conocer la noticia de la rendición, llegó una carta de Mario fechada el día 6 en Malvinas, donde finalmente les contaba a los suyos que se encontraba en combate.

La vida después de la muerte

Dada la parquedad y reserva con la que Mario manejaba su vida profesional, la familia conocía muy poco de ella. Gladys relata que tanto ella como al resto de sus hermanas no tenían ningún conocimiento acerca de su desempeño militar. Por esa razón, cuando finalizado el conflicto comenzaron a recibir cartas o llamados de sus amigos y camaradas, Gladys confiesa que sintió una especie de pudor porque se dio cuenta de que desconocía gran parte de la vida de su hermano. “Para nosotras era solo Marito”, insiste. Con el tiempo, a las cartas se sumaron visitas, relatos y libros que hicieron que, dejando un poco de lado el dolor, pudieran abrirse a un mundo hasta entonces desconocido.

A partir de entonces, la presencia de Mario se replica permanentemente. “Sin estar, nos sigue brindando cosas. A mí en lo personal me hizo conocer muchísima gente e interiorizarme de grandes historias”, afirma Gladys. Aunque aún los conmociona y genera dolor lo ocurrido, con orgullo destaca el hecho de que donde se encuentren, cuando alguien se entera de que son familiares del Perro, de inmediato se les abren todas las puertas.

A la hora de elegir una anécdota, recuerda que hace más de dos décadas, al volver de unas vacaciones en el sur pasaron por la provincia de La Pampa y vieron el nombre de Mario en una pared. Se bajaron del auto y entraron al predio que resultó ser el Casino de Suboficiales del regimiento donde había además un busto del Perro. Salió el personal del lugar a preguntar qué estaban haciendo y al decirles quiénes eran, los abrazaron e insistieron en que se quedaran a compartir unos días con ellos.

Años después, de visita en la casa natal del General San Martín en Yapeyú, al enterarse de que era la hermana del Perro los hicieron pasar, les regalaron tierra del lugar e hicieron un acta que todos firmaron. “Estas cosas aparecen de improviso, nos llenan la vida y alimentan su presencia, aunque Mario siempre está con nosotros”.

La odisea de las islas

Meses después de finalizada la guerra, se conformó la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas e Islas del Atlántico Sur con el objetivo de rendir homenaje a los civiles, soldados, suboficiales y oficiales que participaron de la contienda. Héctor Cisneros, quien se desempeñó durante casi tres décadas como titular de la organización, relata que durante muchos años realizaron un largo peregrinaje en el intento de dar visibilidad al tema y rescatar el patriotismo, sacrificio, compromiso y lealtad de los soldados que dieron todo y, en muchos casos, no volvieron.

Sintiéndose poco tenidos en cuenta, con sus más y sus menos, por todos los gobiernos que se fueron sucediendo, el problema concreto llegó cuando se planteó la posibilidad de exhumar los cuerpos enterrados en el cementerio de Darwin para su identificación y su posible “repatriación”, palabra que indigna a Héctor ya que “no se puede repatriar lo que ya está en nuestra patria”, sostiene. Además le pareció una afrenta a la memoria de su hermano y su deseo de quedarse en las islas, expresado antes de partir.

En marzo de este año, después de dos meses de trabajo conjunto entre los gobiernos de Argentina, el Reino Unido y el Comité Internacional de la Cruz Roja se reconoció la identidad de 90 excombatientes que durante 36 años habían permanecido como “soldados argentinos solo conocidos por Dios”. Por esta razón, alrededor de 250 familiares viajaron a las islas. La familia Cisneros no estaba entre ellos.

“Durante mucho tiempo no estuve de acuerdo con esta iniciativa porque consideré que iba a ser utilizada políticamente y además temía que pretendieran traer los restos de nuestros héroes al continente, incluso, en algún momento estuve muy cerca de presentar un amparo”, explica Héctor y agrega: “Después de un largo debate familiar, accedimos”.

“A mí me movilizó mucho la localización de los cuerpos y el posterior viaje de los familiares”, cuenta Gladys. Y afirma que entre todos los hermanos concordaron que era hora de cerrar el círculo de la vida y la muerte. “Yo veo su nombre en calles, avenidas, escuelas, aulas y no creo que sea justo que no esté en su tumba”.

La muestra de ADN de la familia Cisneros fue obtenida el 27 de abril, y el 29 de mayo se despejaron todas las duda con un resultado un 99, 99 positivo. El equipo forense les entregó las pertenencias de Mario: una planilla doblada en cuatro que tenía en el bolsillo derecho del pantalón con la lista de las elementos a su cargo, su documento de identidad y una libreta. “Fue una gran emoción y también nos brindó la certeza de sentir que habíamos hecho los correcto”, expresa Gladys.

Y sueña con volver a Malvinas –donde ya estuvo en más de una ocasión– porque sabe que en esta oportunidad será diferente. “En el primer viaje, las tumbas no tenían nombre, pero en ese momento no me pareció tan relevante: me hice a la idea de que todos habían muerto por la misma causa y la misma bandera, por lo cual todos eran mis hermanos. Me consoló tener un lugar donde rezar. Desde el 29 de mayo, la certeza de saber dónde está enterrado Mario me provoca una profunda emoción y la esperanza de poder colocar un rosario sobre su tumba reconocida”.

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