Los análisis previos, las especulaciones, las chicanas de un lado y de otro, todo lo que rodea a partidos como el que Vélez le ganó a Boca por 4 a 3 en la semifinal de la Copa Argentina terminan siendo más un entretenimiento necesario para alimentar el morbo que una profecía cercana a la realidad. Eso, multiplicado por el tiempo de espera entre que se confirmó el cruce y que Pablo Echavarría dio el pitazo inicial, termina dejando un margen casi nulo para la imaginación.
Y es por esa carencia que nadie imaginaba algo que -en los papeles- era bastante lógico: que a los 20 minutos del primer tiempo el equipo de Quinteros estuviera ganando 2 a 0. Y que ese mismo Boca capaz de autodestruirse una y otra vez fuera capaz de revertir la historia y hacerlo con claridad teniendo como punto de inflexión el peor momento del partido. Tampoco, por supuesto, que la novelesca noche cordobesa tuviera tantos vuelcos en emociones y en el resultado.
Para contar la crónica de la misma, el eje se puede situar tal vez en las decisiones de Fernando Gago, un técnico cuya impronta es desde el discurso la de ir al frente y buscar, pero que en el momento en el cual tuvo el cielo a su merced, olvidó que podría necesitar aún un poco más y para “cerrar el partido” optó por dejar sin delanteros a un equipo que estaba en el momento top de un partido sin un destino claro a esa altura.
Incluso, hasta se podría decir que si el Xeneize se puso 3 a 2 no fue por ninguna genialidad de su entrenador. Su primer cambio, el ingreso de Milton Giménez por un improductivo y errático Miramón, fue más un arrebato indispensable que una variante revolucionaria. Lo que Milton genera y significa para este Boca quedó claro en los dos primeros goles, ambos nacidos de jugadas de las que no fue protagonista pero donde su voluntad de ir e ir generó errores rivales y -sobre todo- hizo levantar a su propia gente, en lo que fueron sendos momentos emotivos previos al gran cabezazo de Cavani anticipando un buen centro de Saracchi y la gran jugada individual de la noche, que fue el golazo del Chango Zeballos para poner tablas parciales y devolverle el alma al cuerpo a los hinchas xeneizes.
Porque el empate regeneró la esperanza para la multitud que copó el Kempes, que asistía hasta ahí a un revival de noches no muy lejanas: con goles tempraneros en contra y expulsiones evitables de sus propios jugadores. En esa doble amarilla (que bien podría haber sido doble roja) de Luis Advíncula, también hay carga de responsabilidad del cuerpo técnico. Y ahí la explicación no es muy difícil de encontrar: en el entretiempo, el peruano pudo haber sido reemplazado tras su empujón-volcada sobre Pellegrini y esa sensación de injusticia que sobrevoló el estadio hasta la reanudación del juego.
Boca, sin embargo, se envalentonó con la igualdad, y siguió yendo. Era más que Vélez, y tenía tanto más que -otra vez la lógica- hizo lo suyo. Giménez empujaba, Cavani decía acá estoy, Zeballos descollaba, y llegó el 3 a 2, con una arremetida de Belmonte para desatar la locura absoluta.
Y ahí, en ese instante en el que quedaban menos de diez minutos, llegó el karma de Pintita: sacó a su ancho de espadas (Zeballos) y a su carta ganadora (Cavani), para poner a los pibes Di Lollo y Delgado. Tiró el equipo atrás, y le regaló a su rival esa superioridad que hasta minutos atrás era propia. Ya la tenía en cantidad de jugadores en cancha, y desde allí pasó a ser actitudinal y hasta de nombres. Fue Bouzat, para ponerle un moño a la noche negra de la defensa, quien clavó un doblete para el definitivo e insólito 4 a 3. Que no dejó que se llegue ni siquiera a los penales. Y que dejó a Boca muy cerca de perderlo todo una vez más.