En poco menos de cinco años, Kurt Cobain cambió la música para siempre. Gestor de un cambio cultural y social, la primera parte de la década de los ‘90 estuvo dominada por su animosidad para hacer canciones imbatibles y ponerse al frente -sin quererlo- de un movimiento que terminó por cimentar su ascenso a la leyenda.
Nacido y criado en Seattle, una ciudad helada al norte de los Estados Unidos, su música reflejó un sentimiento de desesperanza y hastío que se expandió hacia todos los rincones gracias a la potencia punk de sus melodías.
A principios de los noventa la música parecía estar en problemas. Todo se parecía demasiado entre sí. Había dos o tres fórmulas que se repetían con sus mínimas variantes. Hasta que apareció, desde Seattle, algo que nadie vio venir: como ocurre con todas las revoluciones. Nirvana y el grunge. Poder, insatisfacción, fragilidad, rabia. Una generación encontró en Nirvana, en Nevermind y en especial en Kurt Cobain su representación. Inopinadamente, Nirvana se convirtió en la voz de una generación.
Pocas veces el cambio de época es tan evidente en el momento en que está sucediendo. Por lo general la transformación se percibe un tiempo después, hay una transición en la que conviven las dos eras, y una vez que está consolidada la nueva situación o tendencia, se reconoce el cambio. Pero la semana de 1991 en que Nirvana llegó a la cima de los discos más vendidos quedó claro que se entraba a una nueva era. Era mucho más que un movimiento simbólico: Nevermind desplazó del primer puesto a Dangerous de Michael Jackson. Eran otros tiempos.
Cobain nunca se sintió cómodo con ese papel de vocero de un colectivo indefinido y monstruosamente enorme. Es más él no representaba a nadie y sentía que malinterpretaban cada verso que cantaba. Tampoco estaba cómodo con la fama. Sentía que le faltaba el aire. Que todo se trataba de un error enorme del que él era el centro. Tal vez, lo que había sucedido era que nadie lo había entendido.
Cobain se deshacía en público. Sus actuaciones y apariciones alternaban entre momentos épicos y muy preocupantes. La heroína empezó a ocupar un lugar fundamental en su vida, a regirla.
En febrero de 1994, Nirvana empezó el tramo europeo de su gira mundial. Presentaban In Utero, su tercer disco, el sucesor de Nevermind, el que había provocado la explosión, el que había convertido a Nirvana en la banda más importante del planeta. Los shows fueron una especie de catástrofe.
La mañana del 4 de marzo Courtney despertó y encontró a Kurt tirado en el suelo. La gira se suspendió. Después de que Cobain estuviera cinco días internado, todos volvieron a Estados Unidos.
Kurt y Courtney se instalaron en Seattle. Pero nada mejoró. Unos días más tarde, el 18 de marzo, Courtney llamó al 911. Clamaba por ayuda. “Intento de suicidio, posible suicidio”, gritó por teléfono. Dos días después, otra descompensación por la heroína que casi termina en el hospital.
La semana siguiente, hubo una reunión en la casa del matrimonio. Krist Novoselic, bajista de Nirvana, otros amigos y hasta algún ejecutivo de la discográfica le rogaron que entrara a rehabilitación. Se lo exigieron.
Cobain, poco después aceptó, ingresar a una clínica para iniciar la rehabilitación también en California. La tarde previa le pidió a un amigo que le comprara un arma y algunas municiones. Varios fans habían traspasado los límites de su casa en los últimos días y quería tener con qué defenderse por si algún desquiciado lo atacaba. Hicieron la compra juntos y unas horas después, Cobain viajó para iniciar el tratamiento. Los dos primeros días los profesionales lo vieron animado y colaborativo. La mujer que cuidaba a su hija Frances la llevó y padre e hija jugaron un rato. La tercera noche salió a fumar un cigarrillo al patio, trepó una tapia muy alta y desde allí saltó a la calle. Se fugó sin que lo notaran. Tomó un taxi que lo llevó directo al aeropuerto de Los Ángeles y abordó un vuelo hacia Seattle.
Sus familiares y amigos no supieron más de él. No se había comunicado ni con su esposa, ni con su madre, ni con sus compañeros o un amigo. Todos estaban muy preocupados. En las jornadas posteriores ya no fue visto. Courtney contrató un investigador privado para dar con su paradero. Todas las pesquisas fueron infructuosas. Un día después, ante la falta de resultados, ella denunció su desaparición. Lo mismo hizo la madre de Kurt.
El 8 de abril, Gary Smith, un electricista tocó el timbre de la casa de Lake Wahington Boulevard. Lo habían contratado para instalar unas luces exteriores y unas alarmas para evitar el acoso de los curiosos. Nadie atendió el llamado. El hombre esperó un rato y para ganar tiempo empezó el trabajo en la parte externa de la casa. Luego de un rato, a través de los vidrios del invernadero ubicado detrás del garage, vio un bulto (creyó que era un maniquí) con un arma encima. O, tal vez, eso fue lo que prefirió creer. Pero luego de unos minutos lo ganaron las dudas, y se dio cuenta que se trataba de un hombre que le pareció dormido. Pero de una de sus orejas se derramaba sangre. Llamó a la policía.
Los investigadores se dieron cuenta de inmediato que se trataba de un hombre que se había suicidado de un disparo en el pecho. Cerca del cuerpo había una carta manuscrita y los documentos para que no tuvieran que mediar pericias para identificar el cadáver. La muerte se había producido hacía dos días y medio con el arma que había comprado a nombre de su amigo por 300 dólares.
En su carta de suicidio usó una frase de My My Hey Hey (Out of the blue) de Neil Young: “Es preferible quemarse que desvanecerse de a poco”.
Kurt Cobain se había suicidado. Tenía 27 años.