Algunos votos, muchas sospechas

Ya pasaron 12 días desde las elecciones y aún no se resuelve la controversia por la séptima banca en el Concejo Deliberante de la Capital. El reclamo lo plantea LLA, impugnando una diferencia de votos que podrían modificar a su favor la distribución de espacios. El meollo de la disputa primero estaba en una urna. Luego, con el pasar de los días, se extendió a dos más. Y las sospechas aumentaron.

Las denuncias están basadas en inferencias e interpretaciones de discrepancias documentales o incongruencias numéricas del conteo entre categorías. Podrían ser solo especulaciones. Podrían haber una explicación contrastable sin que esta, necesariamente, implique una modificación en la cuenta final. Pero pasa el tiempo y las dudas no se disipan, dañando la credibilidad de un proceso de importancia suprema para el sistema democrático.

El proceso eleccionario debería ser prístino, transparente y libre de sospechas. Pero se vuelve opaco por vicios estructurales de la político y contaminación cruzada de los Poderes del Estado. La gravedad de la situación no tiene tanto que ver con la denuncia de una fuerza política sino más con el proceder de las autoridades de aplicación y los organismos de control que deberían ser garantes de todo el acto democrático.

Una denuncia de fraude la puede hacer cualquiera. Aun con el más endeble de los argumentos y sin pruebas. No decimos que este sea el caso. Por el contrario, todo parece apuntar a irregularidades con incidencia directa en el resultado. Pero aun si no las hubiera, la credibilidad depende de cómo trabaja el sistema para disipar esas dudas. Y, sobre todo, de la credibilidad de ese sistema. Y ahí Catamarca tiene un gravísimo problema.

Desde los primeros momentos de la organización, pasando por las etapas de supervisión hasta las instancias ulteriores de apelación, toda la estructura está opacada por la sospecha de arbitrariedad y parcialidad en sus actores. Sobre todos ellos, desde los magistrados y funcionarios judiciales del fuero electoral hasta los ministros del máximo tribunal, cae el recelo por su cercanía al poder político. La politización de la justicia es costosa y se paga con el descrédito social.

La intromisión de la política en la Justicia provincial es innegable y fue largamente denunciada en estos espacios. Basta repasar nombre, vínculos y antecedentes de los magistrados involucrados en este proceso para encontrar las pruebas. Situación que alimenta la desconfianza y la opacidad.

La resolución de la controversia por la denuncia de la LLA es necesaria, por supuesto, por la cuestión formal de trasladar fielmente a la conformación del CD la voluntad del electorado. Pero igual de importante es demostrarle a la sociedad que el proceso es transparente. No solo por las expectativas o aspiraciones de una fuerza política. Sino por rendir cuentas al soberano de los sistemas democráticos.

El oficialismo salió al cruce de los reclamos libertarios con la estrategia de desacreditar y minimizar el planteo. Mediante la orgánica partidaria del PJ calificó de “irresponsable y antidemocrático” el intento de cuestionar los resultados electorales y ratificó su respaldo al proceso auditado y público. Pero no hace ni un aporte para disipar la duda de cara a la sociedad.

Su pronunciamiento negando las irregularidades vale lo mismo que el de los libertarios denunciando la manipulación de los resultados. Y, hasta tal vez valga menos. Porque en su calidad de fuerza política en ejercicio del poder, es protagonista del sistema sospechado y responsable del descrédito de la Justicia. Por lo que su compromiso por demostrar la transparencia de los comicios debería ser doble.

No se trata de contentar a un partido político que reclama una banca. Se trata de dar pruebas contrastables y rotundas de que el sistema electoral es transparente. La disputa partidaria es por un puñado de votos. Tal vez por una banca. Pero la mayor responsabilidad es con la ciudadanía. Demostrar la transparencia es un objetivo superior. Dejar que la duda subsista causa un daño irreparable.