A seis meses del crimen de Fernando Báez Sosa: “Se nos fue nuestra alegría, estamos muertos en vida”

En su departamento de dos ambientes, ubicado sobre la Avenida Pueyrredón al 1800, Silvino Báez (47) y Graciela Sosa (52) pasan la cuarentena. Aunque más de una vez desearían poder escaparse de su casa. Esa misma que alguna vez fue sede de festejos y de reuniones familiares, durante los últimos seis meses, se convirtió en una especie de callejón sin salida. Sobre todo desde que se decretó el aislamiento social, preventivo y obligatorio: el encierro acentuó la ausencia de su único hijo, brutalmente asesinado por un grupo de rugbiers en la puerta del boliche Le Brique, en Villa Gesell.

La muerte de Fernando Báez Sosa (18) ocurrió el 18 de enero de 2020. Ese mismo día, Silvino y Graciela dejaron de ser lo que eran -un papá y una mamá- para transformarse en sobrevivientes de una pérdida que no tiene definición. Se llama “huérfano” al que se quedó sin padres; “viudo o viuda” a quien perdió a su pareja; pero no hay en el diccionario una definición para quién perdió un hijo. La escritora colombiana Bella Ventura inventó un término para describir a esa condición humana: “Alma mocha”.

“Estos seis meses fueron muy duros y creo que el resto de nuestra vida va a ser dura. No hay momentos buenos ni malos. Solo dolor”, apunta Silvino e intenta poner en palabras de qué manera él y su mujer transitan el duelo.

Silvino y Graciela se conocieron en 1994 en la ciudad de Carapeguá, en Paraguay. Cuatro años más tarde se casaron y, luego, decidieron radicarse en Argentina. Instalados y con trabajo (él, en el rubro de la construcción; ella, cuidadora de adultos mayores a domicilio): el 2 de marzo de 2001 se convirtieron en papás de Fernando. “Todavía recuerdo cuando nació”, dice Graciela. “Un bebé hermoso: pesaba 3 kilos 750. Fue un chico muy esperado por los dos y con él hemos pasado los mejores momentos de nuestra vida”, agrega.

En la habitación de Fernando todavía quedan rastros de aquel niño: un muñeco del Hombre Araña, un auto amarillo, algunos trofeos de fútbol. Sobre la mesa de luz, una foto con su novia, Julieta Rossi y, más abajo, una pelota junto a una pila de botines y zapatillas deportivas. Desde su asesinato, el tiempo, allí, está suspendido. La cama tendida, la ropa en el placard y una cómoda convertida en un santuario.

Mientras esperan que la causa por el asesinato de su hijo siga su curso (“Tenemos confianza en la Justicia y esperemos que la condena sea ejemplar”, coinciden), los Báez Sosa hacen un esfuerzo para que los días no sean todos iguales. Iguales de tristes. Algunas tardes, cuando Graciela se acuesta a descansar, o si está soleado, Silvino sube a la terraza del edificio donde vive. Va a tomar unos mates y se lleva la Biblia o algún otro libro para leer. Aunque la mayoría de las veces, dice, se queda mirando el cielo.

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