Tiene 29 años y llegó al Fashion Week con su técnica de tejido ancestral

“Bienvenidos a la Quebrada, cuidémosla entre todos”, dice un cartel que marca el ingreso a Huacalera en la Ruta Nacional 9 de la provincia de Jujuy, una pequeña localidad que está ubicada en el Departamento de Tilcara, a quince minutos de la ciudad que lleva el mismo nombre. Allí también se encuentra el monolito que rinde honor al Trópico de Capricornio y el reloj solar rodeado de una feria de artesanías. En ese imponente paisaje donde los coloridos cerros sorprenden en cada tramo se ubica la tienda de Tejedores Andinos, un proyecto cargado de sentido y responsabilidad, que busca compartir un saber ancestralCeleste Valero, una joven de 29 años que es cuarta generación en el arte del tejido, abre las puertas para charlar sobre la práctica que la conecta con sus raíces, y que además se convirtió en un ingreso extra para la economía de varias familias.

En el kilómetro 1790 llama la atención una casa de colores con una vidriera donde los ponchos y cada pieza tejida a mano cautiva desde lejos. Con sombrero y de larga cabellera, Celeste invita a conocer el lugar donde ocurre la magia. Aunque funciona como tienda abierta al público y es la sede central a donde los integrantes llevan sus piezas listas para la venta, también es la casa de su madre, Lucrecia Cruz, maestra artesana a quien admira por su trayectoria y conocimiento en el telar de cintura, una técnica precolombina originaria que estuvo a punto de olvidarse en la región. El lugar además funciona como taller -que se puede conocer coordinando una visita- y allí se reúnen los 18 integrantes, de los cuales 15 son mujeres y tres hombres, cada vez que realizan Círculos de Tejido, una oportunidad para compartir ideas y recibir la ayuda de quienes tienen más experiencia.

Frente a la pregunta de cuál es su primer recuerdo relacionado a la actividad, se toma un momento para pensar porque para Celeste representa un viaje directo al origen. “Yo nací entre hilos, porque cuando era bebé mi mamá se sentaba en las noches a hilar y durante el día mientras hacía las cosas de la casa también; a su vez mi papá estaba en el telar, porque ambos son tejedores y sus papás también lo eran, y recibí la herencia por parte de ambas líneas de mi familia”, cuenta. El contacto con las fibras naturales, tales como la lana de llama, de oveja y en ocasiones de vicuña, formó parte de su niñez, y recuerda que a sus 9 años empezó a animarse a aprender cada vez más.

“Me acuerdo de ver la preparación de los hilos, que por lo general se hace en momentos cotidianos; uno puede estar preparando la comida y al mismo tiempo haciendo ovillos”, explica. Al principio se dedicaban a la agricultura, y de manera ocasional tejían colchas, mantas y algún que otro encargo para los vecinos, hasta que en el 2015 se produjo un cambio en la dirección de sus vidas. “Somos de Casillas, un pueblo que está en la Puna, y forma parte del departamento de Humahuaca, y después vinimos para acá, pero pasaron muchos años hasta que empezamos a comercializar con este nivel de trazabilidad”, relata.

Tiempo atrás Celeste estudiaba un profesorado de inglés y trabajaba en el rubro de la hotelería y el turismo, pero sentía que ese no era su camino. “Me reconocí como tejedora recién a los 23 años y era tan fuerte el honor que empezaba a sentir por mis raíces, que me eligieron como representante del país en un encuentro internacional de tejedores tradicionales en Perú, y todo empezó a tomar forma”, comenta sobre el proyecto que sueña con sostener en el tiempo.

“Creo que la técnica de tejer es un puente muy valioso que nos enseñan, porque en realidad es una forma de transmitir valores que van más allá de la actividad en sí y son muy significativos, porque si lo que hacemos en la vida no está cargado de sentido, el paso por la existencia en este mundo para mí pierde cierta validez”, sentencia con convicción. Se puso al frente de la venta de los tejidos, y mientras descuelga de las perchas cada suéter, manta, poncho o saco, sabe exactamente quién la tejió, cuánto tiempo tardó en hacerlo, qué técnicas combinó, cómo se gestó el diseño y la historia personal del tejedor. Estar en permanente contacto con la comunidad la hace reflexionar sobre el significado detrás de cada pieza textil, y asegura que a veces es difícil que las personas dimensionen lo que verdaderamente implica ese trabajo hecho a mano.

“Me fui interesando por la fotografía, que es una herramienta para mí muy linda, que me ayudó bastante a comunicar, porque se puede contar mucho a través de las imágenes”, revela sobre la pasión paralela que compagina con su rutina. Detalles como las manos de su madre y el rostro de su padre mientras tejían fueron algunas de sus inspiraciones para mostrar quiénes son los tejedores andinos. La etiqueta de las artesanías lleva escrito nombre y apellido junto al lugar de procedencia del artesano, y un código QR con las instrucciones para el cuidado y lavado de la prenda. Cada pequeño gran gesto refleja la intención de ponerle rostro y contexto al proyecto.

Cuenta que los integrantes están unidos por vínculos familiares y también de amistad, y cree que la admiración que se respira en el grupo es el hilo conductor para “convidar conocimientos”, algo que disfrutan hacer para generar espacios de interacción que mantengan vivo el legado. “Mis dos tías y mi mamá son las maestras artesanas de nuestro grupo. Es un honor que ellas enseñen, porque son mujeres muy valiosas, y mi madre es la iniciadora de todo esto; ella es como un pilar fundamental para todos, porque es un libro abierto, siempre está al servicio de los demás”, celebra. Entre risas y con humildad confiesa que está segura de que podrían prescindir de su presencia, pero nunca de la de su madre. “Hemos ido a otras comunidades a enseñar muchas veces, y se trata de dar sin esperar recibir nada, porque siento que mis padres han dado mucho durante su vida, y es fundamental compartir y devolver”, remarca.

La maestra Bernarda Martínez, de Inti Cancha; el maestro Martín Valero -padre de Celeste-, de Huacalera; Irma Cruz, de Maimará; y Sabina Cruz, de la misma ciudad, son los guías del conocimiento con más experiencia que ayudan a los demás con consejos, técnicas y acompañamiento. Se cuela en la conversación el principio esencial del “Ayni”, palabra de la lengua Quechua, que refiere a la reciprocidad como una forma de vida que se puede aplicar a muchas áreas. “Este conocimiento que a mí me fue heredado, y soy una bendecida por eso, no me lo quedo, lo comparto, siendo solidarios entre nosotros, teniendo en claro que nuestro objetivo es permanecer y recordar constantemente de forma colectiva y grupal los valores que nos fueron dados”, asegura con la vocación de servicio que le inculcaron desde muy pequeña.

“El proyecto está abierto a los que estén interesados, pero requiere un compromiso para lograr la calidad artesanal que nos caracteriza. Nosotros nos relacionamos con algunas marcas y diseñadores a modo de colaboración, para las que se realizan piezas exclusivas para quienes sigan esta misma línea de pensamiento de respeto hacia las comunidades originarias indígenas y también en cuanto a la producción, siendo conscientes de que es artesanal y no seriada”, aclara sobre el ritmo de trabajo, que funciona por pedido. Todos los años presentan un catálogo a modo de muestra, pero luego se adapta al talle, color, y largo que desee la persona interesada en adquirir una prenda.

“Nosotros hacemos todo desde cero. Todo se puede modificar o inclusive presentarnos una idea y cocrear juntos también. Hacemos cinco o diez piezas de cada modelo y después cuando van solicitando vamos haciendo”, cuenta sobre los pedidos que reciben a través de su cuenta de Instagram, -@tejedoresandinos.jujuy- y también mediante WhatsApp y su sitio web. La producción artesanal implica que para tejer un suéter se requiere un mínimo de siete días, mientras que para una manta, alfombra o aguayo hasta 25 días. Realizan envíos a todo el país, y también hicieron algunas colaboraciones con emprendimientos de Estados Unidos, Francia y Austria.

“Siempre va a depender de la disponibilidad de los artesanos, porque hay muchos que se dedican a otras cosas, que tienen otros otros trabajos, y lo complementan con este proyecto, como también hay otros casos de mamás que se dedicaban solo a la casa y el tejido llegó como un oficio que no las aparta de sus hijos, porque pueden tejer en casa y han logrado que se convierta en una herramienta y una entrada más a la economía familiar”, detalla con alegría. En este sentido, puntualiza en los conceptos de “progreso” y “crecimiento”, y considera relativa la concepción del éxito: “Para algunos seríamos más exitosos si fuéramos 150 o más, y para mí lo esencial es que hay una técnica, la del telar de cintura, que se está perdiendo, y para mí progreso es que esa técnica no desaparezca”.

Actualmente Celeste visita a diez grupos de artesanos, que en total representan 80 artesanos independientes que consideran aliados. “Viajo siete horas para ir a tres comunidades, y otras seis para las que están más lejos, en la triple frontera; y comparto con ellos, porque una necesidad puede ser recordar un punto, como también puede ser tener un baño; en su gran mayoría pertenecen a los pueblos de las localidades de la Quebrada, pero también hay dos que son de Puna que están en Inti Cancha, en una comunidad del departamento de Yavi”, describe. En los círculos de tejido se unen y algunas veces son abiertos al público, para todas las personas que tengan algún interés, ya sea de aprender o de tomar contacto con la experiencia de armar los ovillos y entrecruzar la lana.

Este año la joven terminará su carrera de especialización en Diseño textil y de Indumentaria, la carrera que eligió para complementar sus conocimientos académicos. En honor a su madre y sus abuelas, su tesis se trata de las tejedoras tradicionales, y expresa que el alma de los textiles son sus creadores. “Me interesa contar el significado de las prendas que están usando, y no es lo mismo que una máquina haga algo a que una persona esté entregando su tiempo, sus conocimientos, su herencia, sus raíces, a un objeto que está cargado de toda esa historia”.

Cuenta que una de las razones por las que visita todas las veces que puede las comunidades indígenas es porque siente que allí todavía permanece la cosmovisión andina latente. “Me ayudan a entender cómo vivían mis abuelos y mis bisabuelos, porque en mi mundo hay mucho flujo de información, dispongo de Internet, y ves todo el tiempo ideas, herramientas y pensamientos”, manifiesta. Conoce de la moda como industria, pero al mismo tiempo viaja a la Puna para estar con las artesanas. “Hay que buscar el equilibrio sin perder la identidad, porque cuando uno se olvida de su identidad tiende a tomar la de otros, a dejarse llevar por la corriente”, advierte.

A modo de paralelismo, comenta que las herramientas digitales para diseño y fotografía resultan compatibles con el proyecto, siempre y cuando se utilicen para transmitir el mismo concepto que con el tejido. Al momento de diseñar una prenda surgen ideas deforma colectiva, y no basado en un género o en el color que sea tendencia según la temporada. “Estuve en la Argentina Fashion Week en marzo del año pasado y lo que yo presenté en nombre de Tejedores Andinos no tenía que nada que ver con la moda de ese momento, porque nuestra idea fue mostrar una colección que representara una ceremonia sagrada, que es La Señalada, que se suele hacer en enero o en febrero, y consiste en agradecer por la existencia de los animales, por las llamas, las ovejas, porque gracias a su existencia nosotros existimos y tenemos un legado”, dice.

Producir de esta manera para nosotros es importante, porque algunos nos dicen que compremos máquinas de hilar para solucionar el cuello botella cuando se nos juntan pedidos, pero hay cuestiones que hay que cuidar y proteger, y aunque suene un poco contradictorio, estamos intentando avanzar volviendo al origen, que se trata de sostener la conexión y el vínculo sagrado con la Tierra”, expresa con seriedad. En medio de la entrevista ingresa un padre con sus dos hijas al local, que al ver dos ponchos únicos que cuelgan entre las decenas de piezas, sienten amor a primera vista. Se los prueban, y se deciden a llevarlos. Al ver la etiqueta descubren que son creaciones de Lucrecia y Sabina Cruz, respectivamente, casualmente hermanas, una menor y la otra mayor, al igual que las flamantes dueñas, que eligieron lucir sus diseños.

La charla va llegando a su fin, ya es de noche, llovizna un poco y el fresco de la Quebrada se hace sentir. Culmina como inició, con la firme decisión de Celeste de sostener con coherencia el proyecto que nació como una herencia familiar, con esencia cristalina, forjada con hospitalidad, memoria, compañerismo y talento. Despertaron la motivación de otros artesanos para recuperar sus saberes. Incluso algunos que no habían tejido nunca sintieron como si de alguna forma tuvieran esa habilidad guardada en lo más profundo de su ser, y para la joven tejedora no es casualidad, sino más bien una prueba de que el arte textil deja huella y está hecho con el corazón.

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