El Ministerio de la Vivienda y Urbanismo de la Provincia dispuso un incremento en el valor de la cuota de las casas adjudicadas y se disparó una airada reacción de beneficiarios afectados. A juzgar por la magnitud del reclamo, reflejado en mensajes publicados en las redes sociales (el libro de quejas y escraches polirubro por excelencia de estos tiempos), se podría concluir que dicho incremento elevó el valor de los pagos mensuales a cifras onerosas. O que los porcentajes de aumento aplicados fueron abusivos. Pero la realidad es otra, totalmente diferente.
Según información proporcionada por el propio titular de la cartera, Fidel Sáenz, los aumentos dispuestos llevaron las cuotas a valores más parecidos a la financiación de un pequeño electrodoméstico que a un crédito hipotecario. Los incrementos máximos, según detalló el Ministro en su descargo, elevaron la cuota a “$3.500 en el peor de los casos, porque había cuotas que eran de $800 o $500”. Además, el funcionario señaló que en los últimos 8 años (entre 2012 y 2020) la cuota se había actualizado solo cuatro veces.
En un país donde la inflación anual supera largamente el 40% desde hace ya varios años, donde el acceso al crédito hipotecario está fuertemente limitado (casi suprimido), donde el costo de los alquileres muestra un incremento de más del 30% anual, pagar 3.500 pesos por la cuota de una casa es una ganga, un valor que apenas si llega a ser simbólico. Y quienes disfruta de ese beneficio de la casa propia (inalcanzable para la gran mayoría de los asalariados) y a un costo casi de fantasía, deberían reconocerse privilegiados y disfrutar de lo que tienen.
¿Por qué entonces tanta indignación y resistencia a un incremento exiguo? ¿Son los 3.500 pesos de la nueva cuota los que enfurecen a los beneficiarios que se quejaron? No. Detrás de semejante sobrerreacción al incremento subyace la idea de que el Estado tiene que regalar las cosas y el acostumbramiento a que lo público no cuesta y tiene que ser grátis. Es verdad que en la golpeada economía de algunas familias el insignificante incremento puede significar gravoso. Pero claramente no es la situación de la mayoría de los beneficiarios de los programas de viviendas públicas. Y aun así se resisten a pagarlo.
Un sanguche con envío a domicilio cuesta no menos de 400 pesos; el pase mensual en un gimnasio puede costar hasta 2 mil pesos; la cuota de un electrodoméstico pequeño no baja de 1.500 pesos, el alquiler de una vivienda pequeña supera los 15 mil pesos; y la cuota de un automóvil, de los más baratos del mercado, no cuestan menos de 15 mil pesos. ¿Es mucho pagar 2 mil pesos por tener una vivienda propia? La respuesta es innecesaria.
A nadie se le ocurriría pedirle al comerciante que le regale su sánguche, ni que le deje entrenar en el gimnasio sin pagar. Ni nadie compraría un auto esperando que no se les cobre la cuota. Todos esos costos, iguales o hasta superiores, son asumidos y nadie los discute. Claramente lo que molesta en el incremento del IPV no es el valor de la cuota, sino quien la exige. No importa que sean 3.500, 5.000 o hasta 10 mil pesos como pagan en algunos programas de viviendas cuyos requisitos son ingresos mayores. Lo que es inadmisible, desde esa lógica de exigir todo gratis, es que sea el Estado quién pida ese pago.
En el ventajista imaginario popular, el Estado es un ente obligado a dar gratis, a quien se le puede exigir, exprimir e incumplir. Es tan fuerte esa idea (similar a la implícita en la exigencia crónica del asistencialismo) que acceder a la casa propia, sueño esquivo a la mayoría de los ciudadanos, y a un precio irrisorio, deja de ser un beneficio invaluable por el que estar agradecido. Y se vuelve una demanda que el Estado debe satisfacer sin pedir nada a cambio.
Para quien se niega a pagar esa insignificante cuota al IPV, no entra en la ecuación el hecho de que si no tuviera ese enorme privilegio estarían pagando decenas de miles de pesos en alquiler. Tampoco le interesa que el dinero que se le exige que pague, aun siendo una cuota minúscula, es necesario para sostener un sistema que debería ser solidario para garantizar que otras familias accedan al mismo beneficio. Lo único que interesa es hacer valer esa idea de que hay derecho a recibir gratis, o lo más barato que se pueda. Vivienda, servicios, educación, salud, asistencia social; todo se exige, pero gratis. Total, es el Estado.