Pocas cosas desautorizan tanto e inducen más a la desobediencia que la incoherencia entre los dichos y los hechos de quienes administran el orden. Una orden emanada de una figura de autoridad que incumple sus propias normas o administra el poder punitivo de manera arbitraria, provoca en el sujeto de quien se espera obediencia una sensación de indignación y rebeldía. Reviste mayor gravedad si se produce en una situación de emergencia, donde el orden y el acatamiento de las reglas es vital para el éxito. Los reiterados casos de gobernantes o funcionarios violando las restricciones por el coronavirus o fomentando la impunidad a conveniencia, generan un peligrosísimo escenario.
La pandemia por el coronavirus generó un escenario tan inédito e inesperado que demandó medidas impensadas, como la negociación de las libertades. En un pacto más o menos explícito entre sociedad y gobernantes, la ciudadanía aceptó ceder la administración de esos derechos constitucionales cuasi sagrados, para que el Estado los regule de acuerdo a las necesidades de la lucha contra la enfermedad.
En un contexto fuera de toda previsión, los derechos y garantías individuales, tan importantes que son considerados contenidos pétreos o dogmáticos de la Constitución Nacional, fueron cedidos por sus titulares a los poderes del Estado para su dosificación. El ejercicio de los derechos a circular y permanecer, de trabajar, o la libertad de reunión, entre otros, quedó supeditado a habilitaciones y restricciones extraordinarias, a demanda de las políticas sanitarias y las decisiones del Estado.
Desde hace unos seis meses, en la provincia y en el país, la habitualidad de los ciudadanos, organizada en torno a esos derechos y garantías, sufrió una fastidiosa e incómoda restricción. Un viaje, cualquiera sea su objetivo, una consulta médica, los trámites y diligencias, el trabajo, el culto, el deporte y la recreación y hasta el simple pero indispensable acto humano de la socialización con amigos y la compañía familiar están afectadas por este contrato de cesión de derechos transitorio. Pero el tiempo acumulado dejó las reservas de la tolerancia casi agotadas.
Dura lex, sed lex es un principio general proveniente del derecho romano, que puede traducirse como «la ley es dura, pero es ley». En definitiva, señala lo obligatorio de respetar la ley, en todos los casos, incluso aunque nos perjudiquemos con ello. Con la idea de que el respeto a la ley beneficia al futuro y a la comunidad. Este brocardo hace alusión a que la aplicación de las leyes es obligatoria y que debe producirse contra todas las personas. Idea similar a la del dicho “Ley pareja no es rigurosa”, matizando que lo incordioso o restrictivo de una ley se vuelve más tolerable cuando aplica a todos sin distinción. El conflicto surge cuando la ley “es rigurosa” pero su imposición no es “pareja” o cuando “la ley es dura” pero de forma selectiva.
Las restricciones establecidas en el marco de la cuarentena, y el sinnúmero de disposición punitivas impuestas para forzar su cumplimiento causan más escozor al evidenciarse que el cumplimiento y sus castigos por el desacato aplican de forma dispar y selectiva, según la voluntad de quienes gestionan esas restricciones, y por ende las libertades, y los castigos. Hacen a la sociedad obediente sentirse “estúpida”, le restan el respeto de sus gobernantes y los predisponen a la desobediencia.
Intendentes que se van a pescar en medio del aislamiento obligatorio, funcionarios que circulan violando restricciones, concejales que organizan festejos de cumpleaños multitudinarios, legisladores que permiten a sus colaboradores el incumplimiento de los protocolos, magistrados en juntadas no permitidas o funcionarios que facilitan celebraciones de logros académicos. Todos episodios, más o menos comprobados, que enervan el ya caldeado ánimo de la sociedad.
La imposición de normas más restrictivas y castigos más rigurosos, como las exorbitantes multas anunciadas este viernes que sancionan desde el no uso del barbijo hasta la circulación en horarios restringidos no pueden coexistir con la indulgencia selectiva o la impunidad. Y por el contrario, sobre todo en un esquema tan delicado donde el Estado es temporalmente administrador de los derechos individuales, quienes lo gestionan deben ser un monumento al orden y el cumplimiento.
De lo contrario, el punitivismo a conveniencia o la severidad discrecional, que al mismo tiempo otorga licencias para incumplir y es implacable para disciplinar dependiendo el caso, deja al sistema al límite de la tiranía y a la sociedad al borde de la rebelión.