Huellas visibles del caso de Rojitas

La hipótesis de que el ministro Juan Carlos Rojas fue asesinado por intentar poner fin a los negociados que florecían en Desarrollo Social, cortando una cadena de ingresos millonarios de dinero malhabido para funcionarios corruptos, cada vez toma más forma.

Son muchas las señales de que algo no marchaba bien en el área que debería dedicarse a la asistencia social de las personas vulnerables, y que sin embargo -según esta teoría- se había transformado en una caja para que algunos pícaros vivieran entre lujos, hicieran compras estrafalarias en su beneficio o timbearan en las financieras de moda.

Aunque nadie parece tener demasiadas ganas de meterse seriamente en el asunto, si hay una característica en el manejo de dinero público, es que todo pasa por muchas manos. Los altos funcionarios pueden acordar algún favorcito, sobresueldo o sobre, pero cuando se tientan con dinero presupuestado, no todo es tan simple.

La burocracia no les impide robar, nunca lo impidió, pero hace que vayan quedando huellas por todos lados, que facilitan los seguimientos de lo que se hizo y no se hizo.

Esto pasa sobre todo cuando se abusa de las facturas truchas, los amigos, el dibujo de números y otras picardías.

Y en cada oficina hay empleados, curiosos, gente que escucha y que se acuerda. Y queda claro que no se puede asesinar a media administración pública para borrar lo hecho. Capaz se creyeron que con asesinar a Rojitas alcanzaba. Pero no, hay muchos caminos que quedaron a la luz.

Se cuenta por ejemplo una compra de leche por una cantidad descomunal, que por su propia magnitud evidencia que era una compra trucha. Porque cuando los corruptos se confían y se sienten seguros, empiezan a descuidarse, y cometen errores tontos.

Por ejemplo, facturar una compra de una cantidad de leche que ninguno de sus proveedores puede vender, que en ningún lugar de la provincia se hubiera podido almacenar, y que claramente no se repartió, porque no existió: malas noticias, esos papeles están.

También hay registros de la compra de un coqueto caballo en el extranjero que se pagó en dólares, por un monto multimillonario. Eso no fue una compra oficial, por su puesto, pero ¿cuántos sueldos necesitarían los funcionarios que lo compraron para poder pagarlo? Es posible que hayan usado dinero de esas ganancias extras que se regalaban, ya sea sobrefacturando, guardándose vueltos o timbeando en financieras.

Y se recuerda que algunos de esos negociados estaban pendientes cuando Rojitas asumió, porque venían de la gestión anterior en el ministerio.

Y se recuerda que había alguien muy hábil para imitar la firma de Rojitas, alguien que hoy sigue en el Gobierno como ñoqui con un índice.

Pero alguna vez necesitaron que sí o sí Rojas firmara, y se recuerda que lo fueron a apretar, y no cualquier persona, sino otro funcionario por el que pasaban todas las compras y que presumía de sus parentescos por un romance con una mujer de apellido ilustre en el gobierno.

Esas huellas están, como también las filmaciones de caras muy conocidas que llegaron al CAPE para revisar computadoras después del crimen (una computadora en especial), o personas que fueron filmadas dentro de una de las financieras más conocidas y grandes (la “competencia” de Bacchiani). Hasta se habrían negociado esas grabaciones comprometedoras.

Son rastros, huellas visibles, marcas que quedaron y no son fáciles de borrar. Pruebas quizás para descubrir eso que nadie descubrió después de un año y medio.

Pero todo está ahí, sigue ahí. Nada se pierde, todo se transforma. Y se transformó al parecer en un gran encubrimiento, que se explica cuando se empiezan a conocer los nombres involucrados.

Hay muchos puntos oscuros en el caso y en la investigación, donde aparecieron “peritos” mandados a controlar que nada se hiciera mal.

¿En algún momento la justicia abrirá los ojos? ¿Alguien decidirá investigar en serio? ¿Verán todo eso que está a la vista o seguirán mirando para otro lado?

Algún día sabremos eso. Lo que sabemos ahora es que descubrir por qué lo mataron a Rojitas no es imposible.

El catucho 

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