En las últimas horas circuló un indignante video, en el que policías de la provincia hostigan y se burlan de un grupo de jóvenes miembros de la comunidad LGBT detenidos por participar de una fiesta. Casi al mismo tiempo, se viralizó la denuncia de un hotelero y periodista de Fiambalá, que también señaló a la policía por excesos, atropellos y detenciones arbitrarias. En ambos casos, las irrupciones policiales, de dudosa legalidad, se dieron en un viciado control de las restricciones por la pandemia. Para apoyar la lucha contra el coronavirus, la ciudadanía cedió la administración de sus libertades y derechos al Estado. Pero este los manoseó, poniéndolos en manos de las fuerzas de seguridad.
Las restricciones dispuestas por el Estado en el marco de la lucha contra el coronavirus, cuyo control del cumplimiento fue delegado a las fuerzas de seguridad, generaron un delicado estado de hípervigilancia policial, con un preocupante acumulado de excesos.
Entendiendo la seriedad del escenario pandémico, la ciudadanía cedió al Estado nacional, excepcionalmente y mientras durara esta situación inédita, la administración de sus más sagradas libertades, para que éste tome las medidas que considere necesario para combatir la enfermedad. Pero en el afán de mantener bajo control esa política de confinamiento, postulado como la clave para el éxito contra la enfermedad, suspendió la vigencia de muchas garantías y puso a los ciudadanos en una peligrosa indefensión frente a los abusos. A seis meses de iniciado el aislamiento aumenta los casos de violencia, atropellos y hasta muertes por apremios policiales.
Antes de continuar con el análisis, vale hacer algunas aclaraciones que pueden evitar malos entendidos en la interpretación de la preocupación expresada en estas líneas. Para empezar, se reconoce un escenario inédito de una excepcionalidad imposible de soslayar que hizo necesario tomar medidas del mismo calibre. No se intenta tampoco cuestionar la necesidad de las medidas de prevención y hasta se reconoce la utilidad del aislamiento como mecanismo para frenar el contagio. De la misma manera que se reconoce que las fuerzas de seguridad se tuvieron que hacer cargo de un desgastante rol en la lucha contra el coronavirus. Función que no está entre sus competencias naturales y que reiteradamente los obligó a lidiar con sectores de la sociedad poco dispuestos a colaborar.
Hechas estas aclaraciones, aún se puede sostener que la provincia de Catamarca, inserto en un inédito contexto nacional, está conviviendo con un delicado avance del Estado y las fuerzas de seguridad sobre sus derechos. Es verdad que, en un pacto más o menos formal, sociedad y Gobiernos acordaron dosificar la libertad, el derecho a transitar o de reunión según lo demandaran las políticas públicas sanitarias de lucha contra la pandemia. Pero ese acuerdo de cesión de derechos comenzó a viciarse con la cadena de transferencia que hizo Nación a provincias, municipios y fuerzas de seguridad del poder de control.
Así, hoy rigen sobre los ciudadanos un sinfín de disposiciones, restricciones y órdenes emanadas por autoridades políticas de todos niveles, que van desde el presidente de la Nación hasta el intendente de la comuna más recóndita del territorio. Y con las fuerzas de seguridad encargadas de imponer su cumplimiento y ejecutar el primer nivel punitivo a la desobediencia.
No está en el ánimo de este análisis construir una visión apocalíptica de la situación, ni hacer “terrorismo” en el ánimo de la gente. Pero la figura de la policía restringiendo la circulación en determinados horarios, interrumpiendo el tránsito en las rutas, impidiendo el ingreso a ciudades, o allanando domicilios para desbaratar reuniones sociales, es una escena bastante urticante. Qué decir de cuando, en el ejercicio de esa autoridad delegada, se cometen excesos, apremios y hasta crímenes.
Los homicidios de Blas Correas, en Córdoba, Fernando Astudillo Castro, en provincia de Buenos Aires, y Franco Isorni, en Santiago del Estero, son la expresión más brutal e irreversible de ese estado policíaco que rige en el país. Y al mismo mecanismo de hipervigilancia responden otros hechos, de menor gravedad, pero igual de indignantes. Como el de Pablo Musse, que no pudo despedirse de su hija Solange, que falleció de cáncer, porque la policía de Córdoba le impidió el ingreso a esa provincia. O de Cludio Parente, que sufrió la misma restricción cuando intentó ingresar a la ciudad bonaerense de Chivolcoy para despedirse de su padre que estaba ya en estado terminal.
Suman a esa lista los amargos episodios de Horacios Suarez, el hotelero detenido en Fiambalá cuando había ido a dejar a una empleada en su casa al fin de una jornada de trabajo. Y el grupo de jóvenes hostigados, humillados en la redada policial que, como agravante de lo repugnante del accionar, fue viralizada por el video que un mismo efectivo de la policía registró. El mismo que además ridiculizaba a los jóvenes gay que se encontraban en el grupo y luego violó su intimidad y privacidad.
En el anonimato quedan los cientos o miles de “garrones” (eufemismo con el que se nombra la mala suerte de cruzarse con uno de esos despreciables policías) de ciudadanos que durante estos seis meses padecieron a las fuerzas de seguridad excediéndose en el control de esos preciados derechos y libertades que con confianza le entregaron al Estado para que administre. Consecuencia de un peligroso Estado policíaco de hipercontrol.