La demonización de la meritocracia y los vicios de una democracia no inclusiva

Declaraciones del presidente Alberto Fernández hace unos días atrás volvieron a instalar el recurrente debate sobre meritocracia. Una discusión que despierta pasiones e inevitablemente reinstala la visión maniquea que plantea una oposición insalvable entre democracia y el sistema basado en el premio al mérito. Dictaminando que la meritocracia es el modelo preferido por los privilegiados, mientras que la democracia asegura la igualdad para los postergados. Falacia que no toma en cuenta algunos vicios de la democracias muy patentes en el Estado, como el nepotismo, el enquistamiento en los puestos de poder, el blindaje corporativo de los organismos y la mediocridad camuflada que rechaza la evaluación o la capacitación. Prácticas de las que en Catamarca hay en abundancia. 

Hay quienes sinceramente piensan que un sistema político y social basado en la valoración del mérito y el esfuerzo, dan ventaja a los favorecidos. Y que igualar para abajo es una forma de incluir a los postergados. Análisis que confunde la consecuencia con la causa. Culpar a la meritocracia de las consecuencias de una sociedad desigual, y asegurar que no funciona porque no todos parten de las mismas condiciones y posibilidades, es como decir que tomar agua segura es malo porque la red de agua potable no le llega a todos los ciudadanos. Además, este análisis suele descartar la posibilidad de tomar lo mejor de cada sistema y combinarlos en un modelo superador, donde la democracia rija en algunas instancias y la meritocracia en otras, según sea más conveniente.

Pero (quizás sea el error más grosero) quienes repudian de manera fundamentalista y tajante las virtudes de un modelo meritocrático, desatienden las deformaciones de las instituciones democráticas, que hace mucho dejaron de ser ámbitos de igualdad de oportunidades y se transformaron en feudos controlados por quienes ejercen el poder. Actores, que lógicamente, repudian cualquier cambio de paradigma para mantener el satus quo y garantizar su posición privilegiada. Una gran paradoja.

El enquistamiento y la perpetuidad en el poder es una de las prácticas que más falsea el supuesto de que en la democracia, tal cual se aplica actualmente, todos tienen las mismas posibilidades. En la teoría (lo establecen las constituciones nacional y provincial) cualquier ciudadano puede ejercer un cargo electivo. Pero en la práctica, ese derechos no está disponible para la mayoría. Solo basta ver la lista de los gobernadores, intendentes y legisladores (nacionales, provinciales o municipales) en las últimas décadas, para entender que un reducido grupo de nombres y apellidos se repiten una y otra vez, en cargos electivos de los tres niveles. Una muestra clara de que el sistema político, aun con un modelo democrático, también genera ventajas a un grupo de privilegiados, para que se perpetúen en el poder, y excluye a otros que aspiran a acceder a él. Democracia para elegir, pero no para ser elegido.

El nepotismo y el amiguismo es otra buena razón para impugnar esa idea de que la democracia iguala las posibilidades a todos sin distinguir favorecidos o postergados. Solo basta hacer un escaneo muy rápido por el organigrama de los tres poderes del Estado (provincial y municipales) y elaborar un pequeño estudio genealógico para armar el árbol de parentesco entre los funcionarios. En Catamarca, entre dos o tres apellidos se reparten cerca de dos decenas de cargos de primeros niveles: ministerios, secretarías, directorios de empresas estatales, asesorías, direcciones de delegaciones de organismos nacionales, secretarías municipales y cargos legislativos. En un ministerio, el titular de la cartera se rodea de cinco familiares o más, acomodados en funciones claves (y rentables) de la estructura ministerial. Y si se amplían los márgenes de la foto, y se incluye en el análisis a parentesco de segundo nivel o políticos (o si se observa en cargos de menor jerarquía), se hace bien nítido el retrato de las familias que sacan ventaja del manejo de la democracia y se mantienen como clanes privilegiados. Funcionarios que saltan de un organismo a otra sin escala, como si lo mismo fuera la protección del medio ambiente que la seguridad social, el emprendedurismo, la modernización, la minería, la obra pública o una asesoría. Modelo que se vuelve inclusivo y generoso con los amigos o los militantes. Fiscalías, juzgados, magistraturas de la Corte de Justicia y cuantos cargos más que claramente se asignan por parentela o amistad, vetando a los extraños del círculo de poder y despreciando la formación, las capacidades profesionales o la experiencia. 

Lejos de ser un modelo que abra posibilidades a todos por igual, al menos el ámbito público y político, lo que hay es una devaluación sistemática de los verdaderos méritos, como la formación o la experiencia. Condiciones que quedan relegados al lado de factores que nada tienen que ver con el esfuerzo o el merecimiento, como ser familiar o amigo de alguien. Y que se manifiestan de muchas formas, entre evidentes y sutiles.

En el ámbito de la Educación, el mecanismo para concursar horas o acceder a cargos se asigna más valor a los años de permanencia en la docencia que la formación o la capacitación. Generando un blindaje que da ventaja a los que ya están por sobre los que pretenden ingresar. En ese mismo sector, es recurrente  el rechazo de los gremios a cualquier intento  de evaluación de los docentes y su trabajo, o la revalidación de sus cargos, excusándose que pone atenta contra la estabilidad laboral. Al igual que se oponen a la evaluación de la calidad educativa, o se eliminan cada vez más los aplazos y repitencias, argumentando que se estigmatiza a los alumnos con bajo rendimiento. Todo un sistema que anula la igualdad de posibilidades, desprecia el mérito y premia al menor esfuerzo.

Es verdad que hay desigualdades estructurales en lo económico, cultural y social que marcan una desventaja para los menos favorecidos por el sistema. Como también es innegable que la política relajó sus estándares éticos, morales y profesionales, provocando un empobrecimiento del Estado. Pero no son falencias propias de la democracia, como la meritocracia no es causante de las desigualdades. Más bien son vicios y deformaciones que, contrario a lo que se espera, aumentan y consolidan las brechas. Pero ni las desigualdades, ni la postergación, mucho menos la calidad humana y profesional de una sociedad, se arreglan o elevan fomentando la ley del menor esfuerzo o desalentando las virtudes.

El desafío está, con todas las dificultades que eso representa, en romper esos mecanismos que mantienen el “status quo” y reemplazarlos con otros sistemas que generen nuevas reglas. Limitación en el nombramiento discrecional de familiares en el Estado, concursos abiertos y transparentes para el acceso a cargos públicos, revalidación de cargos en todos los poderes, exigencia de formación continua y evaluación, profesionalización de los cuadros técnicos, limitación de las reelección en todos los cargos electivos, fomento del esfuerzo y la excelencia en la educación podría ser una buen lista de tareas para aspirar a tener una sociedad más equitativa, un Estado jerarquizado y una verdadera igualdad de oportunidades.

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