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¿Multas, suspensiones y despidos? Los riesgos de insistir en un mecanismo agotado

El Estado provincial, alineado a la estrategia nacional, insiste en manejar la pandemia con una estrategia paternalista. Pretendiendo tutelar a la sociedad como si fueran niños pequeños, aunque esto implique un delicado avance sobre derechos y garantías constitucionales. Desde hace unos días, el Gobierno hizo circular la advertencia de que estudia aplicar sanciones más duras (incluidas multas, despidos y suspensiones) por el incumplimiento de las medidas de aislamiento y distanciamiento social. Pero la táctica de infundir miedo y amenazar con represalias (de dudosa legalidad y por lo tanto de eficacia incierta) puede ser un arma de doble filo, con una larga lista de efectos adversos y peligrosas implicancias, para el Gobierno, para la sociedad y para la salud pública.

Por empezar, ese estilo de gestión en la que el gobernante decide todo de forma taxativa y baja verticalmente las órdenes a la sociedad, parte de una visión tutelar. Modelo que anula al ciudadano como actor y suprime su responsabilidad individual, acostumbrandolo a que sea el Estado el que decida por él y se haga cargo de las consecuencias. Un mensaje contradictorio a la constante y sensata recomendación/ advertencia, de que cada individuo carga con una cuota de responsabilidad ineludible en la lucha contra la pandemia. Una sociedad a la que constantemente se le administra la vida y se le dice que hacer, termina siendo una sociedad que no asume sus responsabilidades.

Si aún así, y a meses de iniciada la cuarentena, el Estado decidiera avanzar con un sistema coercitivo y punitivista, debería idear a tal fin un mecanismo factible y eficiente para ejercer ese poder. Una amenaza de castigo que no se cumple, no solo deja impune una conducta tipificada como desobediente, sino que resta poder y desautoriza al tutor e incentiva a la desobediencia. Con este concepto en mente, amenazar a los empleados públicos con castigos como la cesantía o las suspensiones (medidas de muy dudosa legalidad) por incumplir las medidas de aislamiento, pareciera ser una forma poco sensata de proyectar el poder sancionatorio.

Por un lado, porque es totalmente desmedido. Los estudiosos de los sistemas punitivos modernos señalan que debe haber una proporcionalidad entre la falta y el castigo. Si el rédito del incumplimiento es mayor que las consecuencias, claramente no cumple su función intimidatoria o disuasiva. Pero si sucede a la inversa, que el castigo es desmedido y exagerado, pierde legitimidad y predispone al sujeto contra el sistema.

Además, no se puede soslayar el hecho de que el poder del Estado para gestionar el aislamiento y establecer castigos es limitado y yace en un pacto delicado y tácito con la sociedad. Como ya se ha señalado en otros artículos, la pandemia por coronavirus generó un escenario inédito que demandó medidas urgentes y sensibles. La sociedad accedió a ceder al Estado (temporalmente y dentro de ciertos límites) derechos y libertades constitucionales, para que éste los administre según lo demandaran las acciones de lucha contra la enfermedad. Lo que no significa que lo transforme en un Gobierno plenipotenciario que pueda disponer restricciones y castigos a mansalva. Por el contrario, demanda de los gobernantes altísimas cuotas de sensibilidad y responsabilidad. Y la perspicacia para entender que la suspensión de esos derechos debe ser, en severidad y extensión, lo más leve posible. A siete meses de iniciada el aislamiento, (aunque en Catamarca se haya logrado mantener una vida relativamente normal) las restricciones y castigos ya son una estrategia agotada.

Sobre todo, teniendo en cuenta que cualquier “régimen sancionatorio excepcional” (con sus reglas y castigos) roza un gris o limbo jurídico que le da incertidumbre a su legalidad, y por tanto a la posibilidad del Estado de sostenerlos ante posibles litigios. Castigar “delitos” no tipificados en ningún código o ley aprobado en los ámbitos y con los procesos republicanos es una acción, por lo menos, muy endeble a un cuestionamiento judicial. Si ante la aplicación de castigos relativamente leves, como las multas económicas, ya hay abogados ofreciendo sus servicios para litigar en contra, no hay que tener mucha imaginación para anticiparse a lo que podría suceder si los castigos llegaran a la gravedad de cesantías o suspensiones laborales.

Despedir o suspender a un empleado público por no cumplir las medidas de aislamiento, sería quitar un derecho constitucional (el de trabajar) por no cumplir la restricción de otro derecho constitucional (el de circular o el de reunión) aplicando un marco sancionatorio semilegal “excepcional”. Un combo peligroso, que de aplicarse, probablemente dispararía una lluvia de demandas difíciles de contener y, sobre todo, con muchas posibilidades de perderse.

Finalmente, desde el punto de vista de las instituciones, los procedimientos constitucionales y los sistemas republicanos, perpetuar en el tiempo las restricciones y avanzar en castigos más severos genera un peligroso escenario (y antecedente) de gobierno “por decreto” y avasallamiento de la división de poderes. Que hasta ahora se aceptó como necesario por lo complejo del escenario pandémico, pero que debe cesar cuanto antes.

No está detrás de esta reflexión la idea de negar la gravedad de la pandemia ni discutir la necesidad de tomar medidas preventivas. Tampoco se trata de instigar a la desobediencia civil solo. Todo lo contrario, partiendo del reconocimiento de la seriedad del escenario y ante la incertidumbre de cuánto tiempo más se prolongará, intenta demostrar el error de insistir con un mecanismo ineficiente y de doble filo como el del miedo y el castigo. Proponiendo avanzar en buscar un sistema de gestión de la pandemia que no desautorice al Gobierno, que no ponga en peligro el sistema constitucional y republicano, y sobre todo que sea eficaz en proteger la salud pública. 

Tras siete meses de cuarentena, tal vez sea momento de un sinceramiento, dejando claro que el Estado no puede ser eterno niñero de la sociedad y que cada ciudadano deberá asumir su conducta con responsabilidad y aceptar los riesgos y consecuencias como pago suficiente por el incumplientos a las recomendaciones de prevención. 

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