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La Iglesia vuelve a la carga por la reforma

Hace pocos días hubo una reunión política que tuvo como punto central de debate el proyecto de reforma Constitucional, con una singularidad: no era la reunión de ningún partido político, sino un encuentro en la casa religiosa Emaus, a la que llamó el obispo Luis Urbanc.

Aunque se difundió alguna noticia del encuentro buscando otorgarle un aspecto de pluralidad, la verdad es que fue una reunión para cerrar filas y bajar línea, la necesaria para determinar si se levanta o baja el pulgar al proyecto de Raúl Jalil, como en su momento se bajó el pulgar a la iniciativa reformista de Lucía Corpacci.

Acá lo motivación no es muy espiritual, sino más bien económica, porque si prospera la idea de un Estado laico, la Iglesia va a dejar de recibir las fortunas que le pasan con forma de subsidios con dinero de todos los catamarqueños.

Atentos a la reacción de la Iglesia, porque no es un acontecimiento nuevo. A comienzos de 2017, este mismo Catucho advirtió lo que pasaba en una columna llamada “El otro político”, y allí se anticipaba que la reforma no iba a progresar mientras se ignorara al Obispo Luis Urbanc, y la razón es simple: Luis Urbanc es un actor político más en Catamarca. No tiene ningún partido, no participa en elecciones, pero tiene un gran poder político.

El hombre, que se arroga nada menos que el derecho de hablar en nombre de Dios para una población que se declara católica en más del 90 por ciento, es una voz que, equivocada o acertada, siempre tendrá peso.

El detalle es que la propuesta de reforma que elaboró el Gobierno propone eliminar el Inciso II del Artículo 131 de la Constitución de la Provincia de Catamarca, y ese Inciso es el que establece que un ciudadano catamarqueño podrá gobernar la Provincia sólo si profesa el culto Católico Apostólico Romano.

Un disparate propio de la Edad Media, intelectualmente huérfano de sustento lógico, imposible de justificar o explicar ahora que los españoles ya terminaron su tierna tarea evangelizadora decapitando aborígenes por estos lares y se volvieron a su país hace más de doscientos años.

¿Por qué el Gobernador debe ser católico? Es tan absurdo como imponerle que sea rubio, o que mida más de 1,90 metros, o que sepa tocar el piano. ¿Por qué no puede gobernar un judío, un evangélico, un protestante o un agnóstico? ¿Qué pasaría si, a la inversa, la Constitución exigiera que el Gobernador profesara la religión judía? ¿No lo consideraría absurdo Urbanc?

Es además una norma incoherente con la libertad de culto que garantiza la Constitución Nacional, porque es totalmente arbitraria, y en base a ninguna razón decide que una religión es mejor que otra. Y en definitiva, contradictoriamente a su propia doctrina separa y divide en nombre de una fe que dice considerar hermanos a todos los hijos de Dios.

Pero el trasfondo no es religioso. Es de poder. Separar la Iglesia Católica del Estado es quitarle poder y dinero. Y la Iglesia Católica sacó provecho de su poder desde siempre, en tiempos democráticos y en dictaduras también. Con privilegios, prebendas y una avalancha de beneficios económicos que se extienden hasta hoy.

Todo lo apuntado se cumplió al pie de la letra, y ahora la batalla empieza otra vez, con la Iglesia dispuesta a defender sus privilegios a cualquier costo.

El panorama es distinto, porque el oficialismo tiene toda la legislatura en el bolsillo, pero cuidado, que Urbanc no es un rival para subestimar.

El Catucho.

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